Amelia era una chica de 17 años que descubrió la magia de tomar fotografías. Pero no eran cualquier tipo de fotografías. Amelia había encontrado la magia en las pequeñas y simples cosas. Cosas que suelen pasar desapercibidas para la mayoría.
A diferencia de los chicos de su edad que solían divertirse con actividades más comunes como salir con amigos, ir de compras o mantenerse horas en el celular, Amelia disfrutaba salir a dar largos paseos acompañada de su cámara fotográfica y tomar fotos de las cosas más random que acaparaban su atención. Logró captar la esencia de las flores, bellos atardeceres, la rutina de comida de animales silvestres, hongos en el proceso de crecimiento, el rocío de las plantas, una babosa cruzando un camino de tierra en medio del bosque... y así, una larga lista de cosas que normalmente no nos detenemos a observar, pero que en las fotografías de Amelia, al verlas, lograba captar nuestra atención.
Cuando Amelia descubrió que tenía un verdadero talento, decidió hacer una pequeña exposición de sus fotografías en el pueblo, a la que asistieron la gran mayoría. La felicitaron por el gran trabajo y el talento que había florecido en ella. Después de algunos meses de su exposición, recibió la oferta para estudiar en una gran universidad donde podía explotar su potencial, sin embargo ella la rechazó. Argumentó que el don que tenía de ver la magia de las cosas a través de la fotografía no era algo con lo que quería lucrar en ningún momento de su vida. Ella quería estudiar otra profesión y dejar la fotografía como algo íntimo, algo de ella y de cierta manera un refugio del mundo exterior cuando necesitará huir de él. Así que decidió dejar la fotografía como lo que era, su gran hobby. Quiso preservar ese gusto de hacerlo por pasión que arriesgar a perderlo por deber.
Amelia creció, estudio una carrera muy lejana y opuesta a la fotografía y practicó este gran don que tenía como mero hobby a lo largo de toda su vida, coleccionando imágenes maravillosas hasta el final de sus días.